Historias de Amor
El novio de la muerte
Hubo un tiempo, entre los siglos XVI y XVII, en el que los regimientos de infantería españoles eran imbatibles. Se les conocía como los Tercios de España y sus actuaciones en Italia y Flandes les hicieron famosos en toda Europa.
Los Tercios estaban formados por gentes de muy diversa procedencia, entre las que no faltaban aventureros y soldados de fortuna e incluso algunos que huían de la justicia, lo que hacía que fuesen tropas que no conocían el miedo, capaces de las gestas bélicas más temerarias cuando, tras de ellas, se presumía un buen botín. Tenían, también, mucho éxito con las damas, que se perdían por los requiebros y las dádivas de estos valientes que no retrocedían ante los lances de la guerra ni ante los lances de amor.
Y de un capitán de estos Tercios, y de sus amores, trata esta leyenda:
Se llamaba el mozo don César Dávila y Cortés. Era extremeño, nacido en Medellín y su familia era de noble y limpio linaje. Su madre murió al nacer él, y su padre le crió entre mimos y halagos, tal vez intentando suplir la falta del cariño maternal.
Con el tiempo aquel niño se hizo un hombre de rostro agraciado, apuesto y gentil, al que le gustaba vestir de forma elegante y atildada y cuyo carácter era osado, un tanto pícaro y con una atracción irresistible hacia el peligro. Su arrogancia y su temeridad no tenían límites y, por menos de nada, sacaba la espada para retar a cualquiera que considerase que le había mirado con insolencia, o que hubiese osado mirar a una dama que él pretendía.
Algo tenía de poeta, además de ser un espadachín formidable, por lo que no eran pocas las damas que se deshacían en suspiros cuando le veían pasar o rondar su calle, envuelto en una capa grana, mientras en su sombrero lucía una pluma airosa, roja, también.
Las hazañas que se contaban de los Tercios despertaron el deseo de aventura de César, que sin pensárselo demasiado, una noche abandonó el solar de su casa y marchó a conocer mundo, nuevas gentes y gustar el sabor del riesgo y de la guerra.
Estaban los Tercios en Italia, y uno de los más destacados por sus éxitos era el Tercio al mando de don Lorenzo de Cañada. Con arrojo temerario forzaron la entrada en Módena, máxime cuando sus jefes habían caído en la batalla y los infantes avanzaron siguiendo las órdenes de un joven que hacía poco tiempo que formaba parte del Tercio de Cañada. Su maestría en el uso del acero, su rápida visión de la situación militar y del terreno a batir, parecía más propia de un capitán experimentado que de un soldado raso. No sabían mucho de él, pero por las trazas de su indumentaria se veía que se trataba de algún caballero principal.
Cañada, conocedor de la gesta del desconocido, le mandó llamar para conocerle y felicitarle. Después de las presentaciones, le ofreció la posibilidad de convertirse en capitán de los Tercios de España, y el complacido César preguntó que cómo podía conseguirlo. Al día siguiente, había que conquistar el último bastión que quedaba al enemigo, y el bizarro César se ofreció a hacerlo, con los hombres que le acompañaron en la gesta anterior.
Tomándole del brazo, Cañada lo presentó al resto de los oficiales que descansaban en el campamento, y todos le recibieron entre sonrisas, admirando su temeridad. Sólo a un alférez, Felipe de Cáceres, disgustó la postura envalentonada del bisoño César y entre ambos se estableció, desde el primer momento, una rivalidad, que a punto estuvo de llegar a la punta de sus respectivas espadas de no haber mediado el sentido común y apaciguador del resto de los oficiales.
Cayó el bastión, y en la entrada triunfal de las tropas españolas, capitaneadas por don César, éste vio a una dama, hermosa como pocas, que saludaba su paso agitando un pañuelo negro de seda, desde una reja cuajada de flores.
El novio de la muerte
Hubo un tiempo, entre los siglos XVI y XVII, en el que los regimientos de infantería españoles eran imbatibles. Se les conocía como los Tercios de España y sus actuaciones en Italia y Flandes les hicieron famosos en toda Europa.
Los Tercios estaban formados por gentes de muy diversa procedencia, entre las que no faltaban aventureros y soldados de fortuna e incluso algunos que huían de la justicia, lo que hacía que fuesen tropas que no conocían el miedo, capaces de las gestas bélicas más temerarias cuando, tras de ellas, se presumía un buen botín. Tenían, también, mucho éxito con las damas, que se perdían por los requiebros y las dádivas de estos valientes que no retrocedían ante los lances de la guerra ni ante los lances de amor.
Y de un capitán de estos Tercios, y de sus amores, trata esta leyenda:
Se llamaba el mozo don César Dávila y Cortés. Era extremeño, nacido en Medellín y su familia era de noble y limpio linaje. Su madre murió al nacer él, y su padre le crió entre mimos y halagos, tal vez intentando suplir la falta del cariño maternal.
Con el tiempo aquel niño se hizo un hombre de rostro agraciado, apuesto y gentil, al que le gustaba vestir de forma elegante y atildada y cuyo carácter era osado, un tanto pícaro y con una atracción irresistible hacia el peligro. Su arrogancia y su temeridad no tenían límites y, por menos de nada, sacaba la espada para retar a cualquiera que considerase que le había mirado con insolencia, o que hubiese osado mirar a una dama que él pretendía.
Algo tenía de poeta, además de ser un espadachín formidable, por lo que no eran pocas las damas que se deshacían en suspiros cuando le veían pasar o rondar su calle, envuelto en una capa grana, mientras en su sombrero lucía una pluma airosa, roja, también.
Las hazañas que se contaban de los Tercios despertaron el deseo de aventura de César, que sin pensárselo demasiado, una noche abandonó el solar de su casa y marchó a conocer mundo, nuevas gentes y gustar el sabor del riesgo y de la guerra.
Estaban los Tercios en Italia, y uno de los más destacados por sus éxitos era el Tercio al mando de don Lorenzo de Cañada. Con arrojo temerario forzaron la entrada en Módena, máxime cuando sus jefes habían caído en la batalla y los infantes avanzaron siguiendo las órdenes de un joven que hacía poco tiempo que formaba parte del Tercio de Cañada. Su maestría en el uso del acero, su rápida visión de la situación militar y del terreno a batir, parecía más propia de un capitán experimentado que de un soldado raso. No sabían mucho de él, pero por las trazas de su indumentaria se veía que se trataba de algún caballero principal.
Cañada, conocedor de la gesta del desconocido, le mandó llamar para conocerle y felicitarle. Después de las presentaciones, le ofreció la posibilidad de convertirse en capitán de los Tercios de España, y el complacido César preguntó que cómo podía conseguirlo. Al día siguiente, había que conquistar el último bastión que quedaba al enemigo, y el bizarro César se ofreció a hacerlo, con los hombres que le acompañaron en la gesta anterior.
Tomándole del brazo, Cañada lo presentó al resto de los oficiales que descansaban en el campamento, y todos le recibieron entre sonrisas, admirando su temeridad. Sólo a un alférez, Felipe de Cáceres, disgustó la postura envalentonada del bisoño César y entre ambos se estableció, desde el primer momento, una rivalidad, que a punto estuvo de llegar a la punta de sus respectivas espadas de no haber mediado el sentido común y apaciguador del resto de los oficiales.
Cayó el bastión, y en la entrada triunfal de las tropas españolas, capitaneadas por don César, éste vio a una dama, hermosa como pocas, que saludaba su paso agitando un pañuelo negro de seda, desde una reja cuajada de flores.
Desde aquel momento, César no pensó más que en volver a ver a esta mujer misteriosa. Se puso a dar vueltas por la ciudad, intentando encontrar la reja que, fugazmente, viera durante el desfile. Su sorpresa fue grande cuando, al doblar una esquina, le salió una mujer enlutada, de porte gentil y encantador, que cubría su rostro con un antifaz amarillo. Cortés, como siempre, se apresuró a recoger el pañuelo negro que la dama había dejado caer y se le ofreció, galante, para lo que ella precisase.
La dama le dijo que iba huyendo de unos truhanes, y él, arrogante, se ofreció a defenderla y acompañarla, si así se lo permitía. Era un soldado de España, rendido admirador de la belleza y siempre dispuesto a proteger a cualquier mujer que lo necesitase. Agradeció la dama la buena disposición del militar, mientras se oían unos pasos que se acercaban a toda prisa.
Tres hombres embozados aparecieron, y no hizo falta que se pronunciase palabra alguna. Hablaron las espadas, desenvainadas en un santiamén. César se despojó de la capa y, con movimientos ágiles, mantuvo a raya a los agresores, atravesando el pecho del que tenía más cercano, lo que provocó la huida de los otros dos.
La dama, por la que César se batía, desapareció con presteza de la escena. A lo lejos se escuchaba una risa argentina y una voz femenina que decía: "Señor caballero de España: yo los favores los pago con un beso. Volveremos a vernos si sois valiente".
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