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martes, 21 de diciembre de 2010

Historias de Amor







El misterio del anillo y del breviario


Esta leyenda extremeña cuenta una historia sentimental, un tanto enrevesada, de amores y tragedias, en la que un anillo y un breviario tendrán un papel de gran importancia.

Cerca de Badajoz, en la aldea de Telena, allá por el siglo XV, vivía la familia formada por Álvaro Alfón y Ana Gil, servidores que fueron de la ilustre familia de González que les habían dejado esta heredad. Tenían muchos hijos y con ellos convivía una niña, Elvira, que contaba unos siete u ocho años de edad.

Todas las tardes, esta niña, vestida con atavíos de hidalga, recibía las visitas de varias damas linajudas de la ciudad. Isabel Suárez de Figueroa y su hija, Teresa de Aguilar, no faltaban nunca a la cita y con la niña compartían lecturas y labores. También Mencía Goes y su hija, Blanca de Sotomayor, de la misma edad de Elvira, solían frecuentar la heredad de Telena y ambas niñas compartían juegos y aficiones. Otros nobles extremeños, como por ejemplo, Alonso de Aguilar y Constanza Esteban, con su sobrina Constanza Fernández, así como la marquesa de Santillana, cuando se encontraban en Badajoz, acudían a ver a Elvira.

Todos se preguntan quién puede ser esta niña, mimada por las familias más principales, cuyo nombre es el mismo que el de la hermana de la marquesa de Santillana, es ahijada de esta marquesa y que Isabel Suárez contempla con cariño y con nostalgia. Los rumores y las consejas corren de boca en boca y sobre la niña se cuentan mil historias fantásticas. Los nombres de todas estas damas, que con sus amores y desengaños, alegrías y pesares, llenaron las crónicas de la ciudad en la primera mitad del siglo XV, son hoy apenas recordados y sólo se mantienen en la memoria de los amantes de las más vetustas tradiciones.

Por aquel entonces, los próceres de la ciudad levantaron sus casonas y palacios junto al muro almenado que daba al Guadiana. Sobre los dinteles de sus hermosas construcciones campeaban los escudos de sus nobles prosapias. Al lugar se le conoció como el Miradero y en él se reunían los jóvenes de la sociedad noble y burguesa de aquellos tiempos.

Don Gome Suárez de Figueroa, primogénito del primer señor de Feria, levantó la mansión más esplendorosa de Badajoz. Su familia está emparentada con lo más florido de la nobleza extremeña y castellana, y en su nuevo palacio descansa de los ajetreos de la corte, junto a su esposa Elvira Laso de la Vega, hermana a su vez del marqués de Santillana, Iñigo López de Mendoza, que matrimonió con la hermana de Gome, Catalina. La hija menor del señor de Feria, Isabel, se desposó muy joven con Gonzalo Aguilar y Fernández de Córdoba, primogénito del señor de Priego, don Alonso de Aguilar. Las nupcias se celebraron con alegría por ambas partes, pero no iban a dar la felicidad a la joven y dulce Isabel.

De este enlace nacieron dos niños: Alonso y Teresa, pero Gonzalo, el esposo, falleció muy pronto, dejando a Isabel viuda en la flor de la vida y señalando su existencia para siempre con la impronta de la incomprensión y del dolor. El viejo don Alonso, quién sabe por qué, desheredó a los hijos de este matrimonio para que el mayorazgo pasase a su segundo hijo, don Pedro, destinado al estado eclesiástico, al que forzó a contraer matrimonio para continuar su estirpe. Una vez más, la desgracia se cebó en la familia y don Pedro, el segundón, murió en la batalla de Moclín, pasando el mayorazgo al mayor de los hijos de Pedro, obviando a sus nietos, hijos de Alonso.

Isabel, desengañada por la actuación de su suegro, se fue a vivir a Badajoz, junto a Gome y los dos vivieron en el palacio casi siempre solos, con una abundante servidumbre.

Los hijos de Isabel tenían diecinueve años Alonso y diecisiete Teresa. Eran muy hermosos, gentiles y apuestos y su sino desgraciado hacía que todos sintieron por ellos una gran simpatía, siendo siempre los primeros invitados a las fiestas y solemnidades que celebraba la grandeza de la ciudad. Por otro lado, don Gome y su esposa la marquesa, adoran a sus sobrinos a los que consideran como hijos propios.

Una de las mansiones del Miradero, es la del noble Andrés Esteban y su esposa Constanza Fonseca. Tienen tres hijos: Vasco, Isabel y Constanza, que comparten fiestas con su prima Mencía Goes, hija de Ferrand Sánchez de Badajoz y de María Esteban. Las tres jóvenes son amigos inseparables de Leonor Díaz, la heredera de Ferrand Diez y de Catalina González, hija de los González, señores de Telena.

Teresa Aguilar es también íntima de estas jóvenes y en los jardines y salones de los Esteban se reúnen para pasar agradables veladas, en compañía de su hermano Alonso, al que se conoce como el Desheredado, los hermanos de Catalina: Rodrigo, Diego y Juan; Vasco, hermano de Constanza y Álvaro, hermano de Leonor.

Como es natural, en estas reuniones de amigos, pronto surgió el amor. Mencía Goes se prometió a Hernando de Sotomayor; Isabel Esteban se habla de que se casará pronto con Juan González, lo mismo que Constanza y Álvaro Díaz. Alonso, el Desheredado y Catalina González, están profundamente enamorados y también Rodrigo González, el hermano mayor de Catalina, se ha prendado de la bonita Teresa de Aguilar. Pero este amor no es correspondido, porque Teresa ama con ternura y es correspondida por Vasco Esteban. La marquesa de Santillana, confidente amable de sus sobrinos, ve con buenos ojos estas relaciones, ignorando la tragedia que se cierne sobre ellas y que marcará para siempre la vida de estos jóvenes que parecía estar destinada a un futuro feliz en el que la nobleza y amor se enlazarían sin más problemas.

Rodrigo González no pudo soportar la fortuna de su rival, Vasco, que gozaba del cariño de Teresa y en su corazón anidará el resentimiento y el odio que le llevarán hasta el asesinato.

Cerca de la sinagoga de la ciudad, se encontraba la tienda del judío Abiú Armandel, que frecuentaba la marquesa de Santillana. Nadie se extrañaba de ello pues el judío tenía una gran variedad de riquísimas telas, joyas preciosas y perfumes maravillosos traídos de Siria y Arabia. El judío se sentía muy complacido con una cliente tan distinguida, aunque también se murmuraba que la marquesa estaba interesada en otras materias que no eran, precisamente, sedas y abalorios.

Abiú Armandel tenía fama de ser también un hechicero que podía predecir el porvenir, preparar pócimas amorosas y todo tipo de sortilegios. Lo cierto es que menudeaban la visitas de la rica-hembra, siempre rodeadas de cierto misterio, y acompañada de Teresa y su inseparable amiga Catalina. Alonso y Vasco solían acompañarlas, no tanto porque estuvieran interesados en las posibles "artes" del judío como por estar más tiempos junto a sus amadas.



Era un miércoles santo. Catalina y Teresa, flanqueando a la marquesa, salieron de la catedral, después de asistir al Oficio de Tinieblas. Habían seguido los rezos en unos preciosos breviarios que la marquesa les regaló a su vuelta de una visita al Monasterio de Guadalupe. Había ya caído la noche y se encaminaron hacia la tienda del judío, seguidas por Vasco y Alonso. Este, como siempre, las acompañó hasta el interior de la tienda y Vasco se quedó en la puerta para prevenir alguna otra visita inoportuna. Al entrar en la tienda, Teresa se volvió y sonrió a su amado y él le correspondió con una mirada apasionada, una mirada un tanto extraña que se le clavó en el corazón al tiempo que besaba el breviario que ella tenía en sus manos y que le dejó como prenda de amor.

Cuando salieron de la tienda, Vasco no estaba en su puesto. Alonso recorrió la calle en todas direcciones, pero todo fue inútil. Teresa se llenó de sobresalto y, en toda la noche pudo conciliar el sueño mientras los más tristes pensamientos se apoderaban de su ánimo. Y no estaba equivocada. Al día siguiente, el cadáver de Vasco apareció en la parte trasera de la sinagoga. Una certera estocada le había atravesado el corazón. Todos pensaron que el homicida era Rodrigo González, pero nada se pudo probar y la justicia no encontró un culpable.

A Catalina González, desde aquella noche terrible, no se la volvió a ver. Su hermano Rodrigo, el posible homicida y tutor de la joven al haber muerto sus padres, la sometió a una feroz reclusión. Sólo la dejaba salir para ir a la iglesia, al amanecer, y custodiada por varios sirvientes. Teresa se mostró inconsolable, llorando amargamente la pérdida de aquel amor que sería el único de su vida, y sobre su corazón cayó el peso de toda la tristeza por la muerte de su amado. Alonso, ante la reclusión de Catalina, creyó volverse loco. No podía resignarse a no ver ni hablar con su enamorada y la desesperación se apoderó de él. Aquellos jóvenes felices se vieron castigados por un destino cruel. Poco a poco, Alonso se fue calmando, aunque perdieron el consuelo de la marquesa que tuvo que partir a la corte y tardaría más de un año en volver a Badajoz. Callaban sus pesares Teresa y Alonso, por no afligir más a su madre, Isabel, que también había sufrido lo suyo.

Ana Gil, sirvienta fiel de Catalina González, frecuenta la tienda del judío y algunos aseguran que Alonso, de forma recatada y furtiva, acude también allí de noche.

Una noche, estando ya de vuelta la marquesa, Ana Gil, llegó con recado urgente para ella. Salieron precipitadamente la tía y el sobrino hacia la casa de los González, con la sirvienta y lo que allí pasó, jamás llegó a conocerse. El médico judío Mair el Inglés y el abad de los agustinos, fray Diego, pudieron haberlo contarlo, pero ambos sellaron sus labios y nunca hablaron de ello.

Mucho tiempo duraron los rumores sobre los sucesos de aquella extraña noche y de lo que aconteció después. Catalina González murió a los pocos días de una enfermedad tan fulminante como desconocida y lo más misterioso fue la desaparición del hermano de la fallecida, Rodrigo, que ni esperó a las honras fúnebres. Dejó el cadáver en manos de la sirvienta que fue velado por la marquesa y Alonso hasta el sepelio. Juan González, el otro hermano de Catalina, acudió también, pues a raíz de la muerte de Vasco, hermano de su mujer, rompió cualquier tipo de relación con Rodrigo. En calidad de escribano del rey, inventarió los bienes y sin hacer particiones ni adjudicación de bienes, se selló la casa.

Ana Gil y Alvaro Alfón se casaron a los pocos días y se trasladaron a la heredad de los González en Telena, bautizando a una niña que decían haber encontrado abandonada en su puerta. La marquesa de Santillana apadrinó a la niña, dándole en nombre de su cuñada, Elvira.

Pasó el tiempo y corría el año 1441. Alonso solía pasar largas temporadas fuera de Badajoz, pleiteando con sus primos Fernández de Córdoba por el mayorazgo de Aguilar del que le había desposeído su abuelo. Pero cuando estaba en la ciudad, acompaña a su madre y a su hermana en sus visitas a Telena. La niña, ahijada de la marquesa, es ya una linda jovencita, elegante y de porte distinguido y afable.

Una tarde, la marquesa, Alonso, Isabel y Teresa, junto con el resto de las damas que mantienen su amistad desde su juventud, parten hacia Telena. Al regreso de la heredad viene con ellos Elvira. La marquesa de Santillana ha conseguido del rey que legitime a aquella niña, que ahora ya es público y notorio, es la hija de Alonso y de la desgraciada Catalina González. Con Elvira llegó la alegría y la dicha a la triste vida de aquellas tres vidas rotas.

No duró mucho la dicha, pues Constanza Esteban enviudó de Álvaro Díaz y lo mismo le sucedió a Mencía Goes, aunque ésta tuvo la suerte de quedarse con una hija, Blanca, que le ayudó a soportar la soledad. Blanca y Elvira siguieron cultivando la amistad que iniciaron en sus días en Telena, y ahora son dos jóvenes hermosas, tan unidas como lo estuvieron, en su tiempo Mencía y Teresa. Alonso, cuando las ve, no puede dejar de acordarse de los momentos felices que pasaron Isabel, Teresa y Mencía y que parecen ya tan lejanos.

El palacio de los Suárez Figueroa vive un nuevo esplendor. Murió don Gome y su viuda, doña Elvira se ha quedado a vivir en Badajoz con sus hijos. Ha regresado, también, el Conde de Feria, casado con María Manuel, con su hermano Pedro y Gome, que con el tiempo se convertirá en obispo de la diócesis. Pasando una temporada, se encuentran en el palacio, la hija mayor, Mencía y su esposo el conde de Paredes y el hermano de éste, Gómez Manrique.

Las reuniones en el palacio son placenteras, rodeadas del encanto de los poetas y los goces de la amistad, lo que no impide que los Aguilar visiten, casi a diario, la casa de Mencía Goes. Pedro Suárez de Figueroa y Alonso, el Desheredado, que son primos, se han hecho inseparables y con ellos va Bartolomé, portugués de la rama de los Sánchez de Badajoz. Es este mozo ingenioso y galano. A la nobleza de su estirpe une un gran encanto personal que lo hacen el joven preferido de las damas que, continuamente lo invitan a sus fiestas y saraos.

Bartolomé se ha enamorado de Elvira Aguilar y Pedro que ha quedado prendado de las gracias de Blanca. Las dos parejas viven tranquilas las primeras ilusiones del amor. También Alonso de Aguilar, contemplando a los jóvenes, ha sentido que su corazón ha despertado. Tiene cuarenta años y se encuentra todavía capaz de hacer feliz a una mujer... y esta mujer es la viuda Mencía Goes, atractiva, hermosa, con apenas treinta y cinco años.



Pronto se comentó en la ciudad que en la casona se fraguaban no dos bodas, sino tres, como así era en realidad. Por su parte Teresa de Aguilar, que no ha vuelto a enamorarse, sólo desea mantener su espíritu en paz y desea profesar en un convento, en el de Santa Lucía, y acabar sus días con el consuelo divino. Sólo espera que se celebren los esponsales de Alonso, Blanca y Elvira para abandonar el mundo.

Una tarde de otoño, Teresa observa el camino desde uno de los ventanales del palacio, y ve a una comitiva de arrieros y trajinantes. Detrás de ellos, a cierta distancia, avanza un mendigo en solitario. Al verlo, a Teresa le ha dado un vuelco el corazón. Le ha parecido que, al pasar por delante del palacio, ha dirigido una mirada a la ventana en la que ella está, y la ha mirado con unos ojos febriles. Cree que le conoce, que le ha visto antes, pero no sabe dónde ubicarle.

A toda prisa bajó y dio orden de que cuando un vagabundo llame a la puerta que se le abra y atienda y que se la avise para que sea ella la que le entregue una limosna. Pero el mendigo no se paró. Este mendigo ya había sorprendido a los arrieros cuando los alcanzó. Parecía un viejo por su aspecto y, sin embargo, se movía con agilidad. Vestía harapos, pero en su dedo brillaba un anillo con un rubí de gran tamaño, una joya impropia de aquel pordiosero.

Teresa estuvo esperando varios días, pero aquel hombre no apareció.

Alonso y Mencía se casaron casi en secreto, discretamente y se fueron a vivir a Telena. Pero las bodas de Blanca y Pedro Suárez de Figueroa y de Elvira de Aguilar con Bartolomé Sánchez de Badajoz se celebraron con grandes festejos en los que participó la ciudad entera. Pero en la de Elvira ha sucedido algo especial, una nota de misterio que ha llenado de melancolía a sus padres.

En el momento de la ceremonia en la que se procede al intercambio de anillos, fray Diego que es oficiante, ha presentado un anillo con un gran rubí, diciendo a los contrayentes que tiene el sagrado encargo que se utilice esa joya en lugar de ninguna otra. Es un presente que la madre de la novia le envía desde el cielo.

Alonso palideció, y en un instante recordó cómo él mismo había puesto este anillo en el dedo de Catalina González, como prenda de su amor en una tarde de pasión y entrega. Sólo ha podido decir, que también es su voluntad que este anillo se emplee en la ceremonia. Desde aquel momento, Elvira llevó siempre este anillo, rojo y brillante como si se tratara de sangre recién vertida... el mismo anillo que su madre veneró y conservó hasta su muerte. De lo que no hubo forma es de saber cómo había llegado a manos de fray Diego, que respondía con el mutismo más absoluto cuando se le preguntaba por el tema.

Para Teresa de Aguilar había llegado el momento de la profesión religiosa. Una mañana, acompañada sólo por su madre, se dirigió al convento en el que era ya esperada. Sólo se escucha el canto de las religiosas, que desde el coro, salmodian los textos sagrados.

Madre e hija, arrodilladas, invocan la protección divina y en la soledad del templo, se oye el rechinar de la puerta. Teresa se estremece, no sabe bien por qué y al volver la mirada se encuentra con los ojos de mendigo que viera desde su ventana. Ahora se dirigen a ella, implorantes, amorosos, humildes. Sus ropas raídas y mugrientas, dejan ver que fueron ricas y esplendías en otro momento, y él mismo es alto, distinguido, con unas manos finas y elegantes que sujetan un casquete grasiento.

Teme Teresa que se trate de una aparición diabólica y ruega a Dios que la proteja de las artes del Maligno. Pero no puede dejar de mirar al mendigo... y todo un mundo de amores e ilusiones perdidas se agolpan en su pensamiento cuando ella creía ya que los había desterrado de su corazón. Casi ya en el claustro, el mundo y sus tenciones la persiguen...

La decisión está tomada y con un gran esfuerzo de la voluntad se vuelve hacia el Crucificado. De Él espera la paz y el amor, la tranquilidad de espíritu y la vida apacible de las que se dedican al servicio del Señor sin otras ambiciones ni cuidados.

El mendigo ha desaparecido. Madre e hija se despiden con un cálido abrazo, mientras sobre sus rostros resbalan las lágrimas de la emoción y la renuncia. Cuando acaba la profesión, Teresa se dirige con paso firme hacia la clausura.

Al día siguiente, la campana que llama a maitines despierta a Teresa. La hermana tornera entra en la celda y le entrega un paquetito por orden de fray Diego, diciéndole que lo acepte de parte de un penitente arrepentido que sólo desea de que le perdone y rece por él.

Teresa lo abre con impaciencia y curiosidad. Es un breviario, un libro de horas, aquel que entregara a su amado Vasco. No hay tentaciones satánicas ni fantasmas que la turben. Es una realidad. Y comprende... comprende quién es el mendigo que ha seguido sus pasos en sus últimos días en el mundo. Entiende, también, la mirada suplicante de aquel hombre que vaga solo por los caminos, harapiento, tal vez hambriento, acuciado por el peso de una culpa que desea redimir con una penitencia que él mismo se ha impuesto y que sólo Dios sabe cuánto va a durar. El alma de Teresa se llena de una inmensa piedad hacia este ser desgraciado.

Besando el breviario y suspirando, Teresa lo deja a los pies del crucifijo de su celda y sale para reunirse con el resto de sus hermanas. Todo está consumado. Su ánimo recobra la paz mientras la campanita del templo sigue llamando a los devotos a la misa del alba.

1 comments:

Perla Gutiérrez dijo...

Me hiciste llorar :(... y también leer dos veces y hacer un cuadro sinóptico de nombres... ¡porque como tiene nombres! Hasta me recordó al Silmarilion jajajaja.

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