Cuando el amor es más fuerte que el rey y la victoria
En el año 739 moría trágicamente, devorado por un oso, el rey Favila, hijo de don Pelayo, y ocupaba el trono de la recién nacida monarquía asturiana, Alfonso. Era éste hijo del duque de Cantabria, y estaba casado con una mujer bellísima, Ormesinda, hermana, a su vez, del muerto Favila.
Al reino astur, último reducto cristiano, afluían gentes de todas partes que se refugiaban en las montañas cántabras y asturianas huyendo de los conquistadores árabes, que dominaban, casi por entero, lo que había sido la Hispania goda.
El rey Alfonso era, de por sí, belicoso, y viendo que sus súbditos se multiplicaban, decidió dar batalla a los moros con el fin de ensanchar sus territorios. En varias campañas llegó hasta Galicia, de donde expulsó a los musulmanes, incorporando esta región, definitivamente, a su reino. Descendió hasta Viseo, Oporto y Braga, en lo que hoy es Portugal, para llegar después hasta el Duero. Más tarde, actuó en el Este, en Álava, la Bureba y La Rioja. Logró situar a los árabes más hacia el Sur, y se anexionó la Liébana y la Bardulia.
Pero estas expediciones tuvieron más un carácter punitivo que de reconquista, pues a los astures les resultaba imposible repoblar y mantener territorios tan amplios bajo su poder. Entre los dominios del califato cordobés y los de Alfonso quedó una comarca muy poco poblada, una especie de "tierra de nadie", que sufría las correrías de unos y otros sin llegar a pertenecer a ningún bando en concreto.
Así estaba la situación cuando Alfonso, que ya era conocido por "el Temido", reconquistó Astorga, una de las plazas más importantes del Norte. El botín fue muy cuantioso, así como extraordinario el número de prisioneros. Según la costumbre de la época, los cristianos liberados, acudían a rendir pleitesía al rey al que podían dirigirse personalmente para hacerle llegar sus quejas de las afrentas y humillaciones sufridas bajo la dominación árabe.
En medio de una gran pradera, a las puertas de la ciudad, se improvisó una especie de campamento para que se celebrase dicha ceremonia. Cerca del trono donde se sentaba el rey, largas cadenas de moros maniatados, eran el exponente de la derrota sufrida y de la victoria obtenida por Alfonso. Su destino sería, en algunos casos, la esclavitud y, en otros, el hacha del verdugo. Y entre estos vencidos se encontraba un joven de hermosa planta y hermoso rostro, cuyos ojos, de fiero mirar, denotaban un espíritu indomable que no temía a la muerte.
Proseguía el desfile de las gentes cristianas que besaban, con unción, la orla del manto real, y exponían sus agravios, tras lo cual se retiraban. De pronto, el cordón de seguridad que formaba la guardia personal del rey, se vio atravesado por una bella mujer mora, que, llorando a gritos, pedía que se la escuchase. Se formó un tumulto y trataron de que la mora no llegase al rey, pero éste, interesado, hizo ademán para que se la dejase llegar hasta él.
Se llamaba Jacober-Al-Mufita, y de rodillas, con el rostro descubierto, le rogó a Alfonso que la escuchara. Venía a solicitar una gracia que estaba segura que él, en su generosidad de vencedor, iba a concederle. Al rey le hizo gracia su inocente desenvoltura, así como su bonito rostro, perlado por las lágrimas, y le preguntó qué quería. Jacober quería que le concediera la vida de uno de sus prisioneros, el de barba negra que estaba situado a la diestra del monarca.
El prisionero, con voz recia, le ordenó que se marchase. No quería la vida si se la tenía que deber a un rey enemigo. La ley del vencedor debía imponerse como sucedía en todas las batallas.
Alfonso volvió el rostro buscando al prisionero, a Yusuf, que así era el nombre del doncel moro. Su gallardía estaba fuera de toda duda, pero, le preguntó a Jacober en razón de qué debía perdonarle la vida. ¿Había hecho algún mérito especial o lo había hecho ella para que tuviera que otorgarles una gracia tan grande?
La muchacha, llorando, le explicó que no había mérito alguno que premiar, pero que aquel hombre era su amor, que lo quería con toda su alma, y que si moría, ella moriría también pues no podía entender la vida sin su Yusuf al lado. Al rey este sencillo alegato, hecho con tal pasión, con tanto amor y con tanta desesperación, le conmovió profundamente. Y para no herir el orgullo de Yusuf, le dijo que era el amor de Jacober lo que le daba la vida, no él como rey, porque, según sus palabras: Un rey nada puede contra el amor verdadero.
Yusuf y Jacober se casaron aquella misma tarde y, como regalo de bodas, el rey Alfonso les permitió conservar sus bienes. La leyenda cuenta que de esta enamorada pareja nacerían dos linajes célebres entre los árabes: el de los Xifras-Al-Mufita y el de los Abbas-ben-Seffás.
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