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domingo, 6 de febrero de 2011

Leyendas de Hadas



Melisandra
Por E. Nesbit

Cuando nació la princesa Melisandra, su madre, la reina quiso hacer una fiesta para celebrar su bautizo, pero el rey se negó rotundamente.
- Sé muy bien lo problemas que causan las fiesta de bautizo – declaró -. Sin importar cuánto cuidado se tenga con las invitaciones, siempre se olvida uno de alguna hada y ya sabes cómo termina el asunto. No vamos a pasar por eso. No vamos a invitar a nadie. Así, ninguna podrá ofenderse.
- A menos que todas se ofendan – dijo la reina.

Y eso fue precisamente lo que ocurrió. Cuando el rey, la reina y el bebé volvieron del bautizo, el gran salón del trono estaba atestado de hadas de todas las edades, de todos tipos, bonitas y feas, buenas y malas, hadas de la flores y hadas de la luna, hadas que parecían arañas y otras que parecían mariposas… y cuando la reina abrió la puerta, todas gritaron al mismo tiempo:

- ¿Por qué no me invitaron a la celebración del bautizo?
- Lo siento mucho… - comenzó la pobre de la reina.

El hada Malévola dio un paso al frente y entre las demás y la interrumpió con dureza:

- ¡A callar! – Malévola era el hada más vieja y la más mala de todas -. No me interesan las excusas – dijo
mientras movía el dedo frente a las narices de la reina -. Bien sabes lo que ocurre cuando no se invita a un hada a la celebración de un bautizo. Ahora, cada una de nosotras le dará a la princesa su regalo. Como el hada de más alta categoría, seré la primera. ¡La princesa será calva!

La reina casi se desmayó cuando Malévola se retiró. Pero el rey dio un paso al frente-

- ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! – dijo -. ¿Cómo pueden comportarse así? ¿Qué ninguna fue a la escuela?
¿Ninguna ha estudiado la historia de su propia raza?

- ¿Cómo se atreve a decir eso? – dijo un hada con un gorrito -. Es mi turno y yo digo que la princesa será…

El rey se lanzó sobre ella y le tapó la boca con la mano.

- Miren – dijo - . Esto no está bien. Un hada que rompe con la tradición de la historia de las hadas desaparece… saben que digo la verdad… se apaga como la flama de una vela. Y la tradición dicta que sólo el hada mala no se invita a la fiesta del bautizo y que todas las hadas buenas están invitadas: así que, o bies esta no es una fiesta de bautizo, o todas fueron invitadas, excepto una. Y por propia elección, esa sería Malévola. Inténtelo si no me creen. Denle sus terribles regalos a mi inocente hijita, pero tengan por seguro que una vez que lo hagan, desaparecerán, como la llama de una vela. Entonces, ¿quién se va a arriesgar?
Ninguna respondió. Una por una, todas las hadas se despidieron y le dieron las agracias a la reina por la encantadora velada que habían pasado.

Cuando la última de las hadas se marchó, la reina corrió a ver a la bebé. Le quitó su gorrito de encaje y rompió en llanto. Los dorados rizos de la niña se le cayeron cuando le quito el gorrito. La princesa Melisandra era calva, como un huevo.

- No llores, mi amor – le dijo el rey -. Me queda un deseo que mi hada madrina me dio como regalo de bodas, pero desde entonces, ¡no he deseado nunca nada más!
- Muchas gracias, querido – le dijo la reina y sonrió con las mejillas cubiertas de lágrimas.
- Guardaré el deseo hasta que la bebé crezca – continuó el rey -. Entonces se lo daré y si desea tener pelo, lo tendrá.
- ¡Oh! ¿No prefieres desearlo tú ahora? – le pidió la reina-
- No, mi amor. Es posible que ella quiera algo diferente cuando sea grande. Y además, es posible que el cabello le crezca solo.

Pero nunca le creció. La princesa Melisandra creció tan hermosa como un sol y tan buena como el pan, pero jamás le creció un pelo en su pequeña cabeza. La reina le cosía pequeños sombreros de seda verde y el rostro blanco y sonrosado de la princesa salía de ellos como una flor que asomaba de su corola. Y cada día conforme crecía, todos la querían más, y entre más la quería, mejor se volvía y mientras más buenas era, más hermosa parecía.

Cuando la princesa ya era grande, la reina le dijo al rey:

- Amor mío, nuestra querida hija ya es lo bastante grande para saber lo que quiere. Dale el deseo que le prometiste. Así que el rey abrió su caja fuerte de oro con la lleve que tenía siete diamantes y que llevaba siempre prendida al cinto y sacó el deseo y se lo dio a su hija.
Entonces la reina le dijo:
- Hija mía, queridísima, hazme caso y desea lo que te digo.
- Claro que sí. Madre – respondió Melisandra. La reina le susurró al oído y Melisandra asintió. Luego dijo en voz alta -. Deseo tener cabellos dorados de un metro de largo y que crezcan dos centímetros todos los días y crezcan el doble de rápido cada vez que lo corten y…
- ¡Detente! – exclamó el rey. El deseo se activó y al siguiente instante la princesa estaba de pie frente a ellos, sonriendo bajo una lluvia de dorados cabellos.
- ¡Qué encantadora! – exclamó la reina -. Qué pena que la interrumpiste, querido ¿Cuál es el problema?
- Lo sabrán muy pronto – dijo el rey -. Vamos, seamos felices mientras podamos. Dame un beso, pequeña Melisandra, y luego ve con tu niñera y pídele que te enseñe a peinarte el cabello.
- Sé como hacerlo – aseguró Melisandra – Le he peinado el cabello a mamá muchas veces.
- Tu madre tiene un hermoso cabellos – le dijo el rey -, pero creo que vas a descubrir que el tuyo es un poco menos fácil de manejar.



Y así fue. El cabello de la princesa comenzó siendo de un metro de largo y cada noche crecía dos centímetros. Si sabes un poco de matemática elemental, te darás cuenta que en cuestión de seis semanas su cabello medía casi dos metros. Es un largo muy inconveniente porque el cabello llega hasta el suelo y recoge todo el polvo. Y el cabello de la princesa crecía dos centímetros cada noche. Cuando alcanzó los tres metros de largo, la princesa no pudo soportarlo más. Era demasiado pesado y la acaloraba, de modo que se lo cortó todo y durante algunas horas se sintió cómoda. Pero el cabello siguió creciendo, y ahora dos veces más de prisa que antes, así que en cuestión de poco más de un mes estaba tan largo como la primera vez. La pobre princesa lloraba de cansancio. Cuando ya no pudo soportarlo más, se cortó el cabello y estuvo cómoda por corto tiempo. Porque entonces el cabello le creció cuatro veces más rápido, y en menos de veinte días, estaba tan largo como antes y tuvo que volver a cortárselo, pero el cabello comenzó a crecerle dos veces más rápido, y así siguió hasta que la princesa se acostaba cada noche con el cabello corto y despertaba al día siguiente con metros y metros de cabellos dorados desparramados por su habitación. La pobre no podía moverse sin tirar de su propio cabello y su niñera tenía que entrar y cortárselo antes de que pudiera levantarse de la cama.



- ¡Quisiera volver a ser calva! – decía la pobre Melisandra. Y su cabello seguía creciendo sin parar.
Entonces el rey dijo:
- Voy a escribirle a mi hada madrina para ver si hay algo que se pueda hacer. Así que el rey escribió una carta y la mandó por alondra.

Su hada madrina le envió la respuesta con la misma ave:
“¿Por qué no solicitas un príncipe? Ofrece la recompensa de siempre.”

El rey envió a sus heraldos por todo el mundo para proclamar que cualquier príncipe respetable con referencias adecuadas podría casarse con la princesa Melisandra si podía hacer que dejara de crecerle el pelo.

Entonces, de todas partes de mundo comenzaron a legar carretadas de príncipes, ansiosos de probar suerte. Llevaban con ellos todo tipo de remedios y cosas repugnantes en botellas y cajas de madera. La princesa probó todos los remedios, pero no le gustó ninguno de ellos y tampoco le gustó ninguno de los príncipes, de modo que, en su interior estaba contenta de que ninguno pudiera ponerle el alto al crecimiento de su cabello.
Por aquel entonces, la princesa tenía que dormir en el gran salón del trono, porque ninguna otra habitación era lo bastante grande para ella y todo su cabello. Cuando despertaba por la mañana, el salón del trono estaba lleno de cabellos dorados, apretujados todos como lana en un granero. Y cada noche, cuando le cortaban el cabello muy al ras, se sentaba en a ventana con su camisón de seda verde y lloraba y besaba las pequeñas gorritas verdes que solía usar y deseaba volver a ser calva. Una noche de verano, mientras estaba ahí sentada llorando, vio por vez primera al príncipe Florizel.

El príncipe caminaba por el jardín a la luz de la luna. Entonces, él levanto la mirada al mismo tiempo que ella veía hacia abajo. Sus ojos se encontraron y por primera vez Melisandra deseó que él tuviera el poder de hacer que cabello dejara de crecer. En cuanto al príncipe, en ese momento deseo muchas cosas, y la primera de ellas se le concedió.



- ¿eres la princesa Melisandra? – preguntó esperanzado.
- ¿Y tú eres Florizel?
- Hay muchas rosas alrededor de tu venta – le dijo, pero ninguna aquí abajo.

Ella le arrojó una de las tres rosas blancas que tenía entre las manos.

Entonces el príncipe dijo:

- Si puedo hace lo que tu padre quiere ¿te casarás conmigo?
- Mi padre ha prometido así será – dijo Melisandra jugueteando con las rosas blancas que tenía en la mano.
- Querida princesa – respondió él –, la promesa de tu padre no significa nada para mí. Quiero tu promesa. ¿Te casarás conmigo?
- Sí – respondió ella y le dio la segunda rosa.
- Quiero tu mano.
- Sí – repitió ella.
- Y tu corazón con ella-
- Sí – dijo la princesa nuevamente y le dio la tercera rosa.
- Entonces – continuó el príncipe -, quédate junto a la ventana y yo me quedaré aquí abajo en el jardín, vigilando. Y cuando tu cabello haya crecido hasta llenar tu habitación, llámame y haz lo que te diga.
- Y así lo haré – dijo la princesa.
Al amanecer, el príncipe, que estaba tendido en el césped, al lado del reloj de sol, oyó su voz.
- ¡Florizel! ¡Florizel! ¡Mi cabello ha crecido tanto que me empuja por la ventana!
- Sal a la cornisa – le dijo el príncipe – y enreda tu pelo tres veces alrededor del enorme gancho de metal que está ahí.

La princesa le obedeció.

Entonces el príncipe subió por el arbusto de rosas llevando la espada desenvainada entre los dientes. Tomó en sus manos más o menos un metro del pelo de la princesa, desde su cabeza y le dijo:

- ¡Salta!
- La princesa saltó y gritó. Ahí estaba colgada de metro y medio de cabellera, en un gancho de su ventana.

El príncipe sujetó con fuerza el cabelló que tenía en la mano y lo cortó con la espada.
Luego la bajó con cuidado hasta que los pies de la princesa tocaron el suelo. Después, saltó tras ella.
Se quedaron charlando en el jardín hasta que las sombreas desparecieron debajo de sus respectivos árboles y el reloj de sol marcó la hora de ir a desayunar.

Así que fueron a desayunar y toda la corte los rodeó maravillada. Porque el cabello de la princesa no había crecido.

- ¿Cómo lo hiciste? – le preguntó el rey mientras estrechaba la mano de Florizel con alegría.
- Fue lo más sencillo del mundo – aseguró Florizel con modestia -. Ustedes siempre le han cortado el cabello a la princesa. Yo le corté la princesa al cabello.
- Eres un joven muy inteligente – dijo el rey y le dio un abrazo.

La princesa besó al príncipe cientos de veces y al día siguiente se casaron. Todos comentaban lo hermosa que se veía la novia. Y observaban que llevaba el cabello bastante corto: apenas un metro sesenta y cinco de largo, lo suficiente para que llegará a sus bellos tobillos.

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